Sin poder darte todo

 

Era algo así como un escorpio, tenía apariencia de una esponja de brillo, como queriendo ser un Fama de Cortázar.

Tenía poder, como quien en verdad tiene poder. Sus ayuntamientos eran de territorios tan extensos, que ni haciendo fuerza en la vista se podía ver una fracción. Aunque no era temido, sí emanaba respeto. Ayudaba a todos, desde el criminal más ruin hasta al más bondadoso; claro, los ayudaba según lo necesitara, su corazón no daba para un “no”.

Ser él lo consumía tanto, que jamás había sido enamorado ni amado.

Aunque había una, ­no sé de géneros en su especie; mucho menos de pronombres, pero usaré los que conozco. Bueno, había una de esas que sí le lograba turbar los días. Era más adusta, no daba la hora ni teniéndola al alcance de alguna extremidad.

Él, con el que inicié la historia, entraba en estado de alteración cuando ella se le atravesaba por su vista, sin importar la distancia; sus alambres se enredaban más y las mariposas revoloteaban con un desespero que chocaban con todo dentro de él. La otra seguía con su existencia, sin mayor emoción.

Ella sí conocía de algún caudillo o deidad, no era tan clara la diferencia por el comportamiento de sus coterráneos (porque no sé si son ciudadanos o qué son). Sea quien sea, lo ignoraba.

Él, por otro lado, se encontraba con él mismo: nunca. Ya no estaba en la hora que dictaba el reloj, más bien estaba saltando en ellas; los sueños los traía en el día y el vértigo de no cumplir sus obligaciones, vienian en la noche. Pensaba en ella como quien en verdad piensa en alguien.

“Él no tenía que hacer gran esfuerzo” pensará cualquiera de ellos “si es poderoso, como quien en verdad tiene poder. Qué dificultad tendría”.

Sus esfuerzos por cortejarla se convirtieron tan pueriles como los de nuestro mundo: abrir sus alas, rugir o sacar bienes, todo esto para demostrar poder. Lo de él era un poco más trascendente, pues no era sólo eso, sino que además mandaba en planetas enteros (no se lo imagine de gran tamaño, creo que podría llegar a mi rodilla).

Ella se mostraba hermética a cada una de estas actividades organizadas por él. Lo que más le gustaba a ella era como la miraba, la miraba como cuando se mira en serio a alguien, con esos ojos que escuchan mejor los oídos.

Él, finalmente, estaba enamorado. Tanto que contagiaba su día a día en la relación (pero recuerde: no es cualquier día a día, es del scorpio del que hablamos). Movía montañas completas que formaban un corazón (creo que era un corazón), convocaba ejércitos para que corearan su nombre y coordinaran sus pisadas con el canto, los edificios se movían para que desde el cielo parecieran estrellas en la tierra.

Ella seguía sin sorprenderse, aunque lo disimulaba, él ya la conocía: ¡no le gustaba nada de eso! Él empezó a creer que su nula expresión tenía origen en la ausencia de intensidad en sus demostraciones. Y tal vez, ella sabía que él era capaz de grandes acciones, pero no lograba convencerse si era capaz de grandes sentimientos; pero seguía siendo un pensamiento inconfesado.

Él era obstinado, la intensidad de sus demostraciones. Para ver las estrellas dibujadas habría que salir de su órbita para ver la mitad, las montañas que mudaban quitaba los paisajes a kilómetros, los convocados del ejército eran tantos que causaban terremotos con sus millones de pisadas al tiempo.

Esto seguía sin emocionarla, no despertaba ni un ápice de amor en su alambrado (ella portaba el mismo alambrado de él).  Sonrisas insulsas sacaba cuando él le presentaba estas actividades, para evitar afligirlo. Él seguía sin comprender, una vez dibujó un corazón con dos montañas tan grandes, que yo lograba verlas (y créanme que estoy muy lejos).

Que ajeno estaba él de si mismo (y poco que lo conocí). Tal era el daño en sus territorios que le había preparado el destierro (o desplanetado, porque se debía ir). Sus soldados se sentían humillados por ser usados para corear un nombre, sus habitantes ya no tenían hogar o no lo encontraban porque les movían los edificios. Qué gran daño causó, pero aceptó con valentía su destino, como quien en verdad acepta. Sólo, al final, tal vez vislumbrado por sus cariños intermitentes, dejó una carta que quería que se le entregara a ella, y se reflejara en una placa en el medio de la ciudad, que decía:

“¡Qué egoísta querer darte el mundo, sin dejar un lugar en donde amarnos”!

Comentarios

  1. Tu cuento tiene un tono muy característico , me recuerda a unos libros, mezcla de fábula y realismo mágico. Mi parte favorita es la frase final, aunque difícil de entender es una frase que en mi genera nostalgia.

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