Trump en Utopía
“¡Ha
llegado, ha llegado!”, coreaban, con brincos y saltos, los habitantes de la
República de Utopía. Pero ¿quién llegaba? “¡Trump!, ¡ha llegado Trump!”. Sí, estaban
celebrando la llegada de Trump. Aquellos, tan bienaventurados por siglos, que
despreciaban el oro, que su principal orgullo era su ingenio antes que la
riqueza (no su riqueza para justificar ingenio), que respetaban cualquier
creencia. Los mismos que ayudaban a las islas de menos recursos; ¡los
precursores de USAID!, los que ya permitían la eutanasia. ¿A qué venía tanto júbilo?,
¿tanta celebración?: ¿por este hombre?
En
las últimas décadas han sufrido olas de movimientos radicales. Hay diferentes
grupos: unos exigían que el adulterio ya no diera prisión, otros pedían libre
ateísmo (ya que era respetada cualquier creencia, pero no el ateísmo), hay
grupos defendiendo las opresiones de otras islas por otras islas, entre otros.
Las
personas que exigen libre adulterio predican en las plazas públicas (sin mucho
éxito): ¡Todas las personas, libérense de las cadenas del matrimonio y la
monogamia! ¡Nos han vendido una falsa idea, por la cual nos quieren esclavizar!
Las personas que quieren seguir el libre ateísmo, por un afán de creencia no
habían entendido que los ciudadanos de Utopía promulgarían la religión que
con argumentos más los acerque a la verdad, no se dedicaban a buscar
argumentos, sino de convencer un “sometimiento” por la religión.
Aquellas
personas que protestaban por la paz en otras islas, se hacían presentes en
diferentes plazas para despertar conmiseración en sus coterráneos, exigiendo
intervención de Utopía por la paz interinsular; aunque olvidaban que Utopía
promulgaba la paz y le daba prelación al bienestar de sus ciudadanos
(imagínense, el oro no los impresionaba). Amaurota pasaba de ser la principal
ciudad de Utopía, a ser el centro de múltiples muchedumbres.
Todos
los grupos, aunque bienintencionados, carecían de buenos argumentos, eran
coercitivos y creaban pequeñas tiranías en los movimientos (algo nunca visto en
Utopía).
Ignoraban
sus coterráneos. Aquellos que siempre priorizaron el bien colectivo, las leyes,
los más vulnerables, su tierra, sus playas, sus ciudadanos y sus costumbres tan
disciplinadas. Pululaban miradas de confusión en Amaurota.
Los
más viejos no entendían, nunca con intención de desdeñar su actividad, pero los
ignoraban porque el grupo de ateísmo digredía su ritual de oración, y a pesar
de que trataban de comprenderlos seguían sin entender su objetivo de “lucha”,
¿acaso no era acercarse a la verdad por el bien colectivo?
Los
más jóvenes, aunque entendían algo más, no los lograba convencer alguno de
estos grupos, los veían desorientados y sin rumbo. Los jóvenes estaban
inquietos, porque la planeación de su futuro se estaba viendo desafiada.
Los
magistrados eran los que más sufrían con la proliferación de los movimientos.
Ellos actuaban por el interés de 30 familias que los escogían para representar
en el senado. Su temor venía del miedo que les generaba que alguna de sus 30
familias se contagiara por estos movimientos y avalará la idea de algún líder
aspirar a la magistratura. Aunque no me lo crea, querido lector, la pulcritud
de los magistrados ya no caminaba con ellos.
Estaban
enajenados, tanto que profanaban ideas exageradas sobre los movimientos, decían
que los ateos querían desafiar el poder de Dios para privarlos de la vida
eterna; que los de libre adulterio querían exterminar la sociedad, así evitando
el mantenimiento de las estirpes en Utopía; que los que demostraban
“conmiseración” por otras patrias, era sólo para debilitar la paz tan bien
lograda de Utopía, y querrían sobreponerse sobre toda la isla.
En
el último lustro este miedo estaba siendo adaptado por los ciudadanos. Los
jóvenes temían por su futuro y la incertidumbre que estaban sintiendo nunca se
había visto; los viejos que siempre habían actuado a favor del bien colectivo
sólo querían seguir con la rutina que tanto había estado desafiada por la
muchedumbre; los que no pertenecían a los movimientos, estaban muy herméticos a
nuevas ideas que no fueran las de siempre.
Las
tensiones aumentaban, y esa cohesión social era remplazada por mojigatería y
discusiones a gritos en las plazas de Amaurota. “¡No serás bienvenido a la vida
eterna con esos gritos y esas caras pintadas!”, “¡que me importa la vida
eterna, si de la única vida que estoy segura, estoy viviendo engañada!”, son
uno de los escenarios que se presentaban en las plazas de Amaurota en el último
año. La entrada de migrantes de otras islas rompía el estado que más
disfrutaban los Utopianos: la tranquilidad. Ya no tenían intención de
entenderlos. Las reservas de comida ya no existían, cada quién guardaba bajo su
cama la comida que producían de más.
Los
magistrados en el senado estaban desconcertados; necesitaban una figura que
jugara el papel de unión, ya que nunca lo habían tenido. Ya era claro: el orden
utópico estaba en peligro.
Pero
había una figura que resonaba hace un tiempo, alguien que no representaba el
orden utópico, pero prometía devolver la paz que tanto habían disfrutado: Trump.
Él ya había sido invitado a unas cuantas plenarias en el senado, para que se enterara
un poco de la situación.
Las
Fake News ya eran un utensilio por parte de los magistrados, lo usaban
para evitar el apoyo en los movimientos y que lograran escalar en el poder. La
amenaza crecía y la dosis de noticias falsas aumentaba. Trump, un experto en
estos campos, tenía una larga lista de teorías conspirativas para posesionar
sus ideas.
“!Construirá
un muro tan grande que cualquier pared, por larga que sea, pertenecerá a una
circunferencia aún más inmensa! Dijo que no permitiría que ningún bárbaro
inmigrante intente perturbar más la tranquilidad que robada ha sido”, Con aquel
muro la isla se convertirá en una C mayúscula.
“¡Tendrán
la libertad que tan arrebatada ha sido! ¡No permitiremos que esos llorones
castro-chavistas se roben la fortuna que tanto trabajo ha costado!” Los de
Utopía no entendían que ideología de dos muertos hablaba él, pero sonaba a algo
que les ayudaría a devolver su tranquilidad.
La fuerza acogida por Trump sublevó los
movimientos, gritaban con más fuerza y sus discursos se volvían más violentos,
empezaron a ver divisiones entre ciudades en Utopía. Los más conservadores
también respondieron con violencia. Aquel República de Utopía ya no existía,
los ciudadanos no creían en ninguna idea colectiva.
Como
los magistrados, más conservadores y descreídos de la idea colectiva de lo que
parecía, en mayoría buscaban una forma de devolver el símbolo de unión,
escogieron por 14 meses (lo suficiente para ellos) a Trump de gobernante en
Utopía.
Al
enterarse Trump, sus ojos pintaban en símbolo de dólar. Sus amigos, Musketero,
Zuggar y Beffo, celebraban con una felicidad semejante. Su llegada fue excéntrica,
espumas de champan y risas gruesas, desde un barco cuyo brillo dorado lograba
cegar los que lo recibían. La primera impresión fue desconcierto, no estaban
seguros de quién los iba a gobernar.
La
llegada de estos excelsos personajes era la luz al final del túnel para los
ciudadanos, la esperanza subordinó el sentimiento de confusión por Trump.
“¡Sí, ha llegado, ha llegado!” algunas lágrimas acompañaban los gritos. Había llegado (¿su mesías?) …
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